A raíz del artículo «Aquel Rodrigazo de 1975», publicado en La Voz del Interior el viernes 24 de enero, recibí numerosas consultas acerca de si Argentina está cerca o lejos de repetir una experiencia similar.
En la nota aludida decimos que «la historia nunca se repite igual: aquella Argentina de 1975 era muy distinta a la actual». Traducido: ninguna crisis económica es igual a la anterior. De hecho, la crisis de 2001 fue bien diferente a otras. Sin embargo, conviene tener presente que toda devaluación como la reciente no es neutra: habrá, como siempre, vencedores y vencidos, es decir, ganadores y perdedores.
¿Quiénes ganan? Pocos. Los exportadores, que reciben más pesos por sus ventas al exterior, y los industriales que sufren competencia de productos importados porque tendrán mayor protección. Y los tenedores de dólares según el uso que le den.
¿Quiénes pierden? Casi todos. Empezando por los trabajadores, los «jubilados» y todo aquel que tiene un ingreso fijo en pesos, que se desmorona en términos de poder adquisitivo.
¿El Gobierno gana o pierde? Gana y pierde. Gana porque recaudará más pesos vía retenciones y recargo sobre tarjetas y venta de divisas al público, y porque licuará buena parte del gasto corriente, según cuánto aumente los salarios del sector público. Pierde por el lado de los servicios de la deuda dolarizada, que requerirá más pesos para atenderla. Gana si se logra parar la fuga de divisas y recomponer de ese modo las reservas. Las provincias endeudadas en dólares están en el horno.
¿Cuál es el mayor riesgo? Desde el punto de vista teórico, podríamos citar al menos dos: 1) que la devaluación impacte de lleno en los precios y la inflación se espiralice. Puede pasar tranquilamente por dos vías: por el mayor precio de algunos insumos importados que forman parte de los costos, como la energía, y porque Argentina exporta lo mismo que su pueblo consume, o sea alimentos. Y 2) que por falta de confianza no se afirme el nuevo piso macroeconómico y esa incertidumbre aumente la demanda de dólares. En ese caso, se registrará un impacto negativo sobre el nivel de actividad y el empleo.
¿Corremos ese riesgo? Sí claro, porque hasta ahora (domingo 26 de enero) no se sabe si existe un plan antiinflacionario y un programa monetario y financiero consistente para morigerar los efectos señalados. Si no lo hay, y la devaluación es sólo una medida aislada para salir del paso, es casi seguro que no servirá de nada. No habrá confianza para establecer ese nuevo piso y las variables seguirán danzando al compás de la incertidumbre. Estaremos en presencia de un escenario volátil, que se retroalimenta a sí mismo. Si eso pasa, habrá sólo perdedores, porque los supuestos beneficios apuntados más arriba se los llevará la correntada y vuelta a empezar.
¿Qué hacer entonces? En primer lugar, contar con un plan capaz de, sobre todo, frenar la inflación. Poner el acento en lo que los manuales de Economía llaman «política de ingresos», el capítulo referido a precios y salarios, en orden a un nuevo equilibrio macroeconómico. Es de esperar (y de hecho ya ocurre) que la puja distributiva se desate con todo, ya que nadie quiere perder posiciones. De hecho, ya comenzaron las remarcaciones de precios y el desabastecimiento de ciertos productos, tal como indican esos mismos manuales. Además de medidas cambiarias y fiscales adecuadas.
¿Es grave lo que tengo, doctor?, pregunta doña Argentina. Depende, mi amiga.
Si el problema se diagnostica correctamente y se aplica el tratamiento indicado, se recuperará como otras veces, quedando apenas secuelas, claro. Si, por el contrario, se diagnostica mal y se trata peor, los efectos tendrán un alto impacto negativo y…en ese caso, no le puedo asegurar nada.